sábado, 19 de marzo de 2016

Planeta deshabitado, cuento.

La nave nodriza se destrozó al chocar contra la superficie rocosa durante el aterrizaje forzoso. Toda la tripulación murió y solo yo sobreviví. Aterricé en un planeta, cuya órbita se hallaba rodeada de incontables bolas anaranjadas incandescentes.

Al no saber si la atmósfera era respirable en aquel planeta no dudé en colocarme el traje y salir al explorar. Casi al instante, una potente luz me cegó. Me protegí con la capa fosforescente extra del casco.

Me azotaron, como fuertes vientos huracanados, intempestivos, la gravedad y el absoluto silencio. Como los vehículos de apoyo estaban hechos trizas, sin remedió, caminé.

Durante el camino extravié, a causa del hambre y la deshidratación, todos mis recuerdos. No tenía familia, amigos, compañeros. No existía algo peor que la desolación de tener nada. Sin nombre, ni edad o género, seguí.

Cavilaba, desde cosas sin importancia, hasta lo más profundos misterios filosóficos. ¿Por qué caí, precisamente, en éste desolado lugar? ¿Qué me hacía avanzar? ¿Cuáles eran mis motivos? ¿Qué movía al universo? Estancando mis pensamientos, mi percepción de la realidad se agravió, mi imaginación brotó sin limitaciones.

El tiempo, en su ilimitada relatividad, transcurrió sin que yo lo notara, avanzó, se congeló, retrocedió. Me hice viejo, rejuvenecí, volví a nacer, crecí y morí.

De mí alrededor brotaban salvajes envergaduras rocosas, fisuras y sombras de monstruosas formas que oscilaban, asustándome, ante mi sensible visibilidad. Se intercalaban entre la superficie rojiza y caliente.

En mis desesperadas ansias de compañía, me pareció escuchar voces familiares, llamándome, pidiéndome que volviera a mi hogar. Rostros conocidos, dibujados en la planicie, sonriendo, gritando. Sentí la necesidad de hablarles, pero mi voz sonó extraña, tan ajena a mí.  En mis labios resecos, la angustia supo a miel. Era dulce y reconfortante.

Seguí caminando, a la deriva, distraído, solo sintiendo la tierra caliente bajo mis pies. Supuse que el traje no serviría por mucho tiempo. Si quisiera sobrevivir, tardaría meses en adaptarme al inhóspito ambiente extremo de aquel lugar.

Delirante, incliné los ojos hacia arriba, hallando el más extraño firmamento. Era el cielo con la apariencia más mórbida del smog en una urbe. Me agolparon, en sobreabundancia, los fragmentos visuales de una metrópolis cuyos niveles de smog sobrepasaban toda escala alguna vez concebida. Me dije que, comparado a esto, aquello no era nada.

Avisté líneas de humo, alzándose hacia el horizonte, señales de humo dejadas —de seguro— por los nativos de la zona. Débiles hasta el punto de ser casi imperceptibles. Por alguna razón, las seguí, prendado a la esperanza de encontrar vida.

Llegué a un terreno arenoso, liso y resbaloso. La arena se levantaba tras mis pasos, como pequeñas tormentas de arena en el desierto. Sin embargo, nunca encontré un oasis ni agua para beber. Sediento y muerto de hambre, me conformé con tragar saliva. Me supo tan salada, la desprecié.

En aquel planeta, el agua y la vida, no eran más que una mera ilusión utópica.

A la distancia, mis ojos captaron un objeto misterioso. Me agaché a recogerlo con cuidado. Forma más o menos cuadrada, delgada, maltrata, quemada por las orillas, y con una impresión visual en blanco y negro en ella. La nostalgia y la tristeza me trajeron de vuelva. Mis recuerdos volvieron, y un par de lágrimas rodaron por mis mejillas. Al ver la fotografía, entendí que había regresado a casa.

Yo era el capitán de la División de Combate, mi deber era protegerlos, ellos eran mi hogar. Partí junto con mis camaradas hacia más allá de la galaxia para proveer un mejor futuro a mis semejantes. Ser mejor, el adecuado para estar con ellos. Mis buenas intenciones y mis planes los llevaron a ésto. La ineludible verdad se presentó ante mí y me abofeteó con ferocidad: Yo condené a la perdición mi casa y mi familia. Mi mundo quedó en ruinas por mi causa.

Nos fuimos por mucho tiempo y aun cuando me pareció que solo habían sido unos pocos meses: la guerra arrasó con todos ellos. Me lamenté por haber estado ausente, perder lo más importante, lo que más significaba para mí. Había fallado en mi misión.

Tras contemplar mi propia miseria, maldije mi impotencia y supe que estaría solo, hasta el fin de mis días. No lo soporté, y comencé a llorar.

¿Dónde estuvo mi error?

De rodillas, cansado, frustrado, me arranqué el casco del traje y el aire se entremezcló. Mi garganta se incendió, mis ojos se hincharon, lagrimearon sin poder evitarlo. El aire desgarró brutalmente mis pulmones, pesaba, y podía saborear en mi paladar acidez y lejía. A pesar de mis amargas protestas, desistí. Me desmoroné, sin nada que pudiera hacer, incapaz de soportar mis circunstancias. Simple y llanamente, me rendí.

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